martes, 22 de febrero de 2011

- HOGAR -


Agosto 2010

Nunca antes lo había hecho. Daba mucha pena. Recoger las cosas de aquella habitación donde había dormido los últimos cuatro años provocaba una tristeza muy grande, comparable a la muerte de algún conocido cercano. Aquella habitación nunca la vi como mía, nunca hice un taladro, ni me encargaba de arreglar las cosas que se rompían, nunca gaste un euro en ella, ni la limpié con entusiasmo. Pero eran cuatro años entre esas cuatro paredes, cuatro años en los que escasas personas pisaron esas ochenta baldosas, allí disfruté de un espacio personal, donde nadie podía entrar, donde nadie me podía decir que lo colocase de otra forma, que recogiese, que ordenase. Solo la ocupaba durante el periodo escolar, y tan solo de lunes a jueves, algún año los domingos, otro los viernes, y muy ocasionalmente los fines de semana. La cama era pequeña, no me entraban bien las piernas, la colcha estuvo rota los cuatro años, casi siempre hacía la cama, aunque fuese tarde, cuando estaba solo en el piso y sabía que no vendría nadie dormía en el sofá, también cuando venía algún invitado. En mi casa de siempre ya no dormía en mi cama, dormía en el sofá del salón, ponía la excusa de la tele, todas las habitaciones tenían tele menos la mía, puede que fuese por eso o puede que fuese porque casi siempre estaba llena de trastos, o puede que porque el vecino hacía mucho ruido, o porque lo mataron, o porque a veces dormía alguno de mis padres en ella huyendo de los ronquidos del otro, o simplemente porque ya no era mi cama.
Los últimos meses en Madrid habían pasado por el piso más personas que en el resto de mi estancia, fueron unos meses buenos, vinieron bastantes compañeros/ as de clase, alguna amiga, veíamos partidos, estudiábamos, dormíamos, jugábamos,... Aquella ciudad que tanto había criticado, que había llegado a odiarla en ocasiones, me tenía enamorado, me encantaba pasear por ella, ver a su gente, respirar su humo, ver sus museos, hablar con sus desconocidos, correrla de noche, observar sus edificios,... y gran parte de culpa la tiene una mujer.
Hoy, mientras recogía pensaba en que cada una de las cosas que hacía allí serían las últimas, recordaba buenos momentos, ese piso me daba suerte. Siempre criticaba el agua de Madrid, pero aquella tarde me hinché a beber, hacía mucho calor. Puse en el radiocasete el disco de “Dos pájaros de un tiro”, aquél que me acompañó más tiempo, deseaba que fuese la banda sonora de mi estancia en ese piso, con canciones alegres, canciones tristes, canciones de amor y mucha calidad. Deseé que el radiocasete fuera la última cosa que saliese del piso conmigo, mientras no hubo tele sonaba a todas horas, por las mañanas me acompañaba “Hoy por hoy”, por las noches “El larguero” y de madrugada “Hablar por hablar”, el resto del tiempo discos, la mayoría de Sabina. Fue muy triste, ahora cuando fuese a Madrid ¿qué haría?, ¿dónde dormiría?. Llegué a mi casa harto de subir y bajar escaleras, de cargar con ropa y comida, del viaje,... no me apetecía hablar con nadie, necesitaba soledad. Bebí agua directamente del grifo, no me gustó nada, aquello que defendía de que el agua que te gusta es a la que estás acostumbrado era cierto, y creo que me había acostumbrado ya a otro agua. Ese ya no era mi hogar, ahora no tenía hogar, había entregado sus llaves.


A la tropa de Loreto por descubrir este rincón
y que sin su internet no sería posible
(aunque sean mala gente).

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