viernes, 22 de octubre de 2010

- UNA DESPEDIDA MÁS, UNA DESPEDIDA DISTINTA -


Parecía una despedida, una despedida de una ciudad, de Madrid. Me iba a vivir por diez meses (o quizá menos) lejos de aquí, a Milán, y me temía que iba a echar de menos algunos lugares de la capital. Lo hacía como si no volviese a verla nunca (quien sabe), pero es probable que después viva allí. Ya antes me había despedido, pero no iba solo y pensé que esa no era suficiente. Seguí un recorrido importante, muy ritual, muy habitual.

Por la mañana ya fui andando desde Atocha a la escuela, cuando todavía no había salido el sol, abierto los comercios o despertado la gente. Quería ver como era todo desierto, de noche. Subí la calle Atocha hasta Carretas para ver despertar Preciados, una Gran Vía poco transitada por la que podías caminar leyendo sin chocarte  con nadie, Princesa, Parque del Oeste y por fin, la escuela. Era el tercero en llegar, aún estaba cerrada, nunca supe a que hora abría sus puertas, a las ocho menos cinco subían las rejas.
          
          Bueno, hablaré de la despedida. Regresé por el mismo sitio por el que había ido, no me di cuenta de que me estaba despidiendo hasta llegar a Callao, dudaba entre la gente, las piernas, la música,... de Preciados o los edificios, clase, ruido,... de la Gran Vía, opté por la primera, quería esquivar a la gente una vez más. Miré la hora en la puerta del Sol, crucé la plaza y decidí ver una vez más a la mujer que me tenía enamorado, Cibeles. Subí Alcalá, me paré y volví para observar con detenimiento al ángel de Metrópolis, después un par de cariátides gigantes para llegar a ella, de fondo aquella gran puerta que tantas cosas ha visto, preciosa, Alcalá. No paré de mirarla a los ojos para ver si me dejaba algún gesto, y esta vez no sólo sonrió, sino que me guiñó un ojo, a mí me dio la risa y dos autobuses rompieron nuestro momento, nuestras miradas. Después ya estaba en un lateral, ella me miraba de reojo. Di la vuelta a la plaza, miré a Alcalá y bajé por el paseo del Prado mirando al suelo, deseaba que su mirada fuese la última. Llegué al Museo, topando antes con el culo de Neptuno, pasé y fui directo a la primera planta, Velázquez y Goya, los más grandes, me fijé sobre todo en las miradas, la del rey que recibe las llaves de Breda, de los dos que miran al frente en el mismo cuadro, de Velázquez en las meninas, de la expresividad de la maja desnuda, de la frialdad de la familia de Carlos IV, de Saturno mientras se comía a su hijo y sobre todo de los españoles apunto de morir un tres de mayo y qué pasaría por sus cabezas. Bajé a la planta baja para descubrir algo nuevo en tan infinito jardín de las delicias de el Bosco y ver como un gigante se lleva un alma al infierno en “el paso de la laguna Estigia” de Patinir. Era la hora, debía regresar a Atocha. Salí y un Velázquez concentrado y sentado dibujaba una ciudad. Llegué a la estación, la miré de lejos, monté en el coche y partimos de vuelta. Mientras pensaba, yo me quedo en Madrid.

 


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