Pero hablemos de nuestra protagonista. Diecinueve años, astuta, aventurera, muy fantástica, buena planta (como todas las protagonistas) y una simple belleza a la que ella no daba importancia. Otra cosa, odiaba las palomas. Solía vestir así: Calzaba zapatillas converse de colores (en ocasiones una distinta de otra). Pantalones vaqueros muy ceñidos o mayas, cuando el tiempo lo permitía estos eran tan cortos que sus piernas parecían infinitas. De su cuello colgaba una especie de cuchilla, pretendía ser mujer fatal. Y siempre, siempre, llevaba una camiseta sin mangas, blanca, como su piel. Procedía del norte, de ahí ese color. Se había cansado de ese carácter frío y de puertas adentro, de tanta lluvia. Ahora prefería Madrid, llevaba tiempo pensándolo, pero hasta este momento no se había atrevido a abandonar su casa, su familia, sus amigos, su tierra. Todo por Madrid, y sin dinero. Su pelo, negro a la sombra, rojizo oscuro- pardo al sol, cuatro dedos bajo los hombros, y liso, muy liso. Sus ojos rasgados parecían negros, pero si te acercabas lo suficiente veías que eran marrones, y brillaban. Los labios, carnosos, bonitos, apetecibles, le encantaba llevarlos muy rojos. Dos pequeños lunares en la mejilla. Metro setenta de encanto.
La llamaremos Ana, aunque una “i” siempre da un toque divertido a las palabras, pero Ana es corto y palíndromo. Ana. Y, ¿si es del norte, por qué su tren llega a Atocha? No lo se, es mi estación favorita.
Como aquí acababan los planes inmediatos se sentó en un banco de la estación a escribir en su libreta. Sacó el bocadillo que su madre le había hecho, le dio dos bocados pero después comenzó a repartirlo entre las tortugas, al pan no le había sentado bien el viaje. Las hambrientas tortugas competían como leones.
Pasados unos minutos arrancó deseosa de Madrid. Siempre viajaba ligera de equipaje, unas cuantas camisetas blancas, un par de pantalones, algunas zapatillas, ropa interior, el portátil, dos libros y su Nikon. La búsqueda de hotel podría esperar, la maleta llevaba ruedas. Ahora quería comer algo, chocolate, con su estatua preferida, Cibeles.
El tren llevaba retraso. Algo más de media hora. Durante todo el viaje ella, de espaldas a la marcha miraba por la ventana y escribía en una pequeña libreta, a ratos mordisqueaba el boli y solo retiró los pies del asiento de enfrente cuando el revisor del bigote cano entró en su vagón. La pareja de jóvenes situada en la otra parte no paró de reir y besarse en todo el camino, a ella no le hacía gracia, siempre pensó que no estaba bien comer delante del pobre, y ella en cuanto a amor se refiera no tuvo demasiada suerte. La vieja de la derecha de la puerta, completaba los pasajeros de ese vacío vagón, hablaba en voz baja no se sabe de que, se supone que en castellano, lo único que se entendió fue: "por fin, Atocha". Cerró su libreta, tapó su boli y se levantó. De puntillas consiguió bajar la bolsa de equipaje que le acompañaba y se situó junto a la salida. La pareja seguía besándose cuando el tren redujo la velocidad y entró en la estación.
Como dijo un alemán, Italia es como una diva de Hollywood: “Todos la miran admirados pero nadie la comprende”. Este año, el país festejará el 150 aniversario de la unidad y los 82 años de su divorcio del Vaticano. Pero ¿estamos seguros de que Italia y el Vaticano son dos Estados distintos? Uno vive subsumido en el otro, aunque no resulta fácil decir quién subsume más a quién. Lo único claro es que Vaticalia es una mina informativa: pecados y delitos, mafias y masonerías, santos y 'velinas', vida interior y noches locas, Ratzinger y Berlusconi... ¡Viva Vaticalia!